¿La amistad y la admiración son incompatibles?

Recientemente, he conocido un triste caso que le sucedió a un bondadoso anciano casi octogenario, el cual, aunque se halla con buena salud, ha terminado por meterse dentro de un pijama sin querer salir más a la calle, a causa de las maledicencias de un vecino suyo. Este acontecimiento, que contado por su sobrina no parece demasiado trascendente, me ha estado obsesionando desde hace semanas, mostrándome, sin que pudiera evitarlo, una de las zonas más patéticas de nuestra condición humana. Incluso, he llegado a pensar que cuando admiremos a alguien, no conviene hacernos amigo suyo, porque terminaremos por verlo reflejado en el espejo de nuestra propia vulgaridad y, poco a poco, se nos irá enfriando la admiración.

La idea no es nueva y está recogida, desde hace mucho tiempo, en los Ensayos de Montaigne (1533-1592): peu d’hommes ont esté admirez par leurs domestiques: nul a esté prophete non seulement en sa maison, mais en son païs, dict l’experience des histoires (pocos hombres han sido admirados por sus criados: ninguno ha sido profeta no solamente en su casa, sino tampoco en su país, dice la experiencia de la historia)[1]. Al parecer, la idea está tomada de una frase pronunciada por una famosa parisiense del siglo XVII, Madame Cornuel: Il n’y a point de héros pour son valet de chambre.[2] Posteriormente pasaría al inglés, de la mano de John Florio[3] (1603), como: No man is a hero to his valet. Para arribar finalmente al catellano: Nadie es un héroe para su mayordomo.[4]

Es indudable que esta frase contiene mucha retranca, pero también es cierto que responde a una conducta humana que todos conocemos; y, a veces, reconocemos en nosotros mismos.

He observado el proceso más de una vez. Una persona busca desesperadamente la amistad de alguien de su pueblo, de su barrio o de su ciudad. Por ejemplo, en el caso que nos ocupa, de un ciudadano que tiene cierta fama de bondad entre los vecinos. Aunque no es de su entorno inmediato, el admirador comienza a hacerse el encontradizo hasta que terminan juntos tomándose unos cortados en el quiosco de la plaza de la iglesia o en la cafetería del parque.

Como el asediador no tiene una conversación acorde con la categoría humana del asediado, y a éste le da pena despedir a su admirador o conversar de asuntos humanitarios que parecen no interesarle, los temas que van tratando son cada vez más canallescos. Pasado un tiempo, como si tuviese una revelación divina, el devoto personaje llega a la conclusión de que su héroe no dice nada del otro mundo, nada que valga la pena escuchar, nada que le distinga de su propia vulgaridad y que toda esa bondad tan admirada anteriormente sólo era un espejismo. De manera que lo más apropiado que encuentra es humillarle diciéndoselo sinceramente a la cara, convertirse en su enemigo y explicar a los cuatro vientos su decepción.

Así somos de canallas los seres humanos. Proyectamos nuestros reflejos más vulgares sobre seres angelicales y empezamos a despreciarlos cuando vamos reconociéndonos en ellos. Sucede en todos los campos de la vida. Por ejemplo, en las parejas que ayer se admiraban de novios y hoy se apuñalan de casados. Por ejemplo, en los socios de una empresa que despotrican todo el día unos de otros cuando antes se elogiaban mutuamente. Por ejemplo, con los actores que se reúnen para interpretar una obra o en los cocineros que montan un congreso gastronómicos. Y es una lástima, porque en realidad se trata de odio hacia nosotros mismos que descargamos sobre el espejo que comienza a reflejarnos. ¡Vaya si es una lástima!


[1] En una nota a pie de la pág. 262 del tomo III de los Ensayos, de Montaigne, en su edición francesa de 1802: Il faut être bien héros, disoit le maréchal de Catinat, pour l’être aux yeux de son valet de chambre. C. (Él ha de ser muy héroe, decía el mariscal de Catinat, para serlo a los ojos de su mayordomo. C[ornuel].).

La traducción al inglés de John Florion (1603): Few men have beene admired of their familiars. No man hath beene a Prophet, not onely in his house, but in his owne country,’ saith the experience of histories.

[2] La frase de Madame Cornuel fue citada por los más célebre escritores del XVIII, como Rousseau (vid. Julie ou la Nouvelle Heloïse) que sale en defensa de los empleados domésticos, Hegel («Es gibt keinen Helden für den Makkerdiener: nicht aber weil jener nicht ein Held, sondern weil dieser – der Kammerdiener ist». vid. Phänomenologie des Geistes) o Goethe («Es gibt, sagt man, für Kammerdiener keinen Helden.»  vid. Die Wahlverwandtschaften).

En unas cartas, redactadas entre 1726 y 1733, Madmoiselle Aissé contaba a Madame C. lo siguiente: Je vous renvoye á ce qui disoit madame Cornuel, qu’il n’y avoit point de héros pour les valets de chambre (Te remito a lo que decía Madame Cornuel, que no había ningún héroe para los mayordomos).

[3] John o Giovanni Florio (1553-1625), nació en Londres y, además de ser el primer traductor de la obra de Michel Eyquem de Montaigne al inglés, también ha sido señalado por algunos investigadores como el autor real de la obra de William Shakespeare.

[4] La interpretación que hace José Cadalso (1741-1782) de esta frase, difiere un tanto de la realizada por otros autores, acercándose más a la de J. J. Rousseau:

«Para ellos [los malos políticos], todo inferior es un esclavo, todo igual es un enemigo, todo superior es un tirano. La risa y el llanto en estos hombres son como las aguas del río que han pasado por parajes pantanosos: vienen tan turbias, que no es posible distinguir su verdadero sabor y color. El continuo artificio, que ya se hace segunda naturaleza en ellos, los hace insufribles aun a sí mismos. Se piden cuenta del poco tiempo que han dejado de aprovechar en seguir por entre precipicios el fantasma de la ambición que les guía. En su concepto, el día es corto para sus ideas, y demasiado largo para las de los otros. Desprecian al hombre sencillo, aborrecen al discreto, parecen oráculos al público, pero son tan ineptos, que un criado inferior sabe todas sus flaquezas, ridiculeces, vicios y tal vez delitos, según el muy verdadero proverbio francés, que ninguno es héroe para con su ayuda de cámara. De aquí nace revelarse tantos secretos, descubrirse tantas maquinaciones y, en sustancia, mostrarse los hombres ser hombres, por más que quieran parecerse semidioses.»

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